… Trajines de MATANZAS, vida en FAMILIA… es ésta una estampa típica en nuestras casa. Por eso hemos dejado que nuestro pueblo hable, que nos haga vivir de nuevo aquellos momentos en que se unían padres y tíos, hermanos y primos para compartir y compartir de verdad, aunque sólo fuese el rabo del cochino. Además, seamos prácticos, tenemos que dar crédito a eso que en muchos sitios llaman «el pueblo de los jamones»…

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Párrafo entresacado del editorial de la REVISTA MECERREYES, nº 9 – Año II – 1986 , donde también está publicado el artículo sobre la MATANZA que puedes leer a continuación y que corresponde a las páginas 2 a 10. Ilustraciones: Luis Carlos Díez, Jose-Lorenzo González y Marcos González.

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Desaparecen las viejas costumbres de la tradición más popular del invierno.

LA MATANZARITO FESTIVO

Pocas tradiciones españolas son tan esperadas, deseadas y festejadas como la «matanza», sacrificio ritual del cerdo convertido en fiesta, motivo de reunión familiar y fuente, además, del mejor recurso alimenticio con que cuentan las parcas economías rurales. Hoy nuevas técnicas desbancan a los viejos ritos y poco queda ya de las «matanzas» que conocieron nuestros abuelos.

En invierno siempre, en el frío invierno guileto, entre San Martín y casi hasta San José, -pero sobre todo a lo largo del mes de enero-, llegaba la matanza. El frío es un ingrediente esencial para que la carne se pueda orear y quede en condiciones de ser consumida a lo largo del año.

Cuando comenzaba la matanza, todo estaba revuelto: el campo abandonado, las viejas cocinas «patas arriba», la leña y las támbaras resguardadas en el barguero disminuían «a ojos vistas», humeaban las grandes chimeneas de campana, y hasta los perros presentían la fiesta y el festín, vagando inquietos por rincones y callejas.

Junto a las tenadas, o en las casas donde estaban las cortujas, los diferentes instrumentos y preparativos solían estar a punto desde el día anterior: la romana y el atarrón para pesar a la cochina, la escalera para colgarla, el banco para matar y estazar, la paja -de centeno- para chamuscarla, el barreño para recoger la sangre y hacer morcillas, el balde para recoger  las tripas, las gamellas para echar la  carne, el gancho para sujetar a la cochina por el hocico y -por supuesto- los cuchillos de todas clases y tamaños para matar, raspar, cortar o estazar a la cochina- que no cerdo.

El rito comenzaba cuando la cochina, arrastrando torpemente sus muchas arrobas, es llevada «en procesión» hasta el lugar del sacrificio. Tarea de sólo hombres, que con destreza y fuerza sujetaban al desdichado animal, que a veces llegaba a pesar más de 20 arrobas. En la rústica mesa de madera, conocida con el tétrico nombre de «banco de matar», es donde se la tiende. Las patas, el rabo, las orejas y el hocico sujeto por el gancho, son los puntos donde hay que afianzarse para que el bicho no se suelte, así el matarife –el mismo de todos los años- tendrá el campo libre.

Aparecen entonces en escena las mujeres. Una de ellas coloca rápidamente el barreño debajo de la cabeza de la cochina para recoger la sangre. Cuando cae, hay que moverla constantemente con la mano para que la coagulación sea uniforme. Aparte de servir para hacer las ricas morcillas, era el ingrediente esencial de un sabroso plato guileto «sangre con patatas».

Cuando la sangre deja de fluir, después de las últimas convulsiones, se pone a la cochina en el suelo para proceder a chamuscarla. Aquí entraban ya en escena los chavales, hasta entonces escondidos -por si acaso- pero ahora felices de poder jugar con el fuego.

Cuando la piel estaba bien chamuscada y tostada, a juicio del experto de turno, se volvía a poner sobre el banco con el fin de raspar y limpiarla bien con agua caliente. Una vez limpia, se abre la cochina en canal y se le quitan todas las vísceras e intestinos. Estos se lavarán en las frías aguas de las pozas de «carrecampo» para hacer morcillas y chorizos.

En una escalera, un poco más larga que la cochina, se la cuelga con el fin de que se enfríe la carne y sobre todo en espera del «visto bueno» del veterinario, por si aparece la temida triquina,

Por la tarde se preparaban las estupendas morcillas, siguiendo la tradicional receta de arroz, sangre, manteca, cebolla, orégano… Y al anochecer se ponían a cocer en aquellas preciosas calderas de cobre colgadas en el allar o puestas sobre la trévede. Nadie se iba a la cama sin probar la morcilla recién cocida y un poco de caldo mondongo.

El segundo acto del rito, o sea, el segundo día de la matanza, daba comienzo con el alba. Cuando el hielo nocturno aún no se había derretido, los hombres comenzaban a estazar: por un lado los jamones enteros bien recortados: por otro la cabeza y por otro el resto de la cochina debidamente troceado, según sea para picar y hacer chorizos, sabadeños y botagueños o en piezas para meterlo en adobo.

La «labor fuerte» de la matanza terminaba con la preparación del picadillo en las gamellas, con el fin de hacer al día siguiente los chorizos.

Absolutamente nada de la cochina se desaprovechaba, el típico cocido sacará jugo, incluso, a los huesos; hasta el tocino más basto, se empleará para hacer jabón.

Inevitablemente los tiempos cambian y las tradiciones pasan.

El tiempo, el dinero y la comodidad han podido con el «viejo rito de la matanza guileta» que conocieron nuestros abuelos, quedándonos tan sólo el recuerdo nostálgico de aquella bonita fiesta.

Nota: Añado un elemental vocabulario de la matanza guileta para los más pequeños, ya que no les podemos regalar una zambomba.

VOCABULARIO DE LA MATANZA GUILETA

ADOBO.- Caldo o condimento a base de especias (pimentón, orégano, pimienta, sal…) usado para sazonar o conservar la carne.

ACHORIZAR.- Poner hilos de algodón en los chorizos recién hechos con el fin de que no quede  hueca la carne, ni aire dentro.

ALLAR.- Cadena de hierro gruesa de la cocina de campana, con un gancho al extremo para colgar la caldera de las morcillas.

ARROBA.- Peso de 11,502 kg., empleado para pesar la cochina.

ATARRÓN.- Trozo de soga fuerte, unido por los dos extremos, para pesar a la cochina.

BALDE.- Recipiente grande de metal, usado en la matanza para recoger y lavar las tripas.

BANCO DE MATAR.- Mesa rústica de madera donde se tiende a la cochina para sacrificarla. También se usa para raspar y estazar.

BARGUERO.- (Bardero) Lugar del corral que se cubría con paja y palos para tener la leña y las támbaras protegidos de la lluvia.

BARREÑO.- Recipiente de barro usado en la matanza para recoger la sangre.

BOTAGUEÑO.- Chorizo de inferior calidad hecho con los despojos de la cochina usado o consumido sólo en el cocido.

CALDERA.- Recipiente grande y redondo de cobre, donde se cocían las morcilas.

CORTUJAS.- (Cortija) Lugar o habitación donde estaba la cochina dentro de la casa o la tenada.

CHAMUSCAR.- Quemar con paja -de centeno sobre todo- la piel de la cochina, para poder quitar o raspar los pelos o las cerdas.

EN CANAL.- Cochina muerta y abierta, limpia de despojos.

ESTAZAR.- Hacer partes o trocear a la cochina.

GAMELLA.- Recipiente tallado en madera, para depositar la carne, el picadillo o las piezas de adobo.

GANCHO.- Barra de hierro en forma de ocho, sin cerrar, uno de cuyos extremos termina en punta y que se clava en el hocico para sujetar a la cochina.

HOCICO.- Parte de la cabeza de la cochina donde está la boca y la nariz, donde se clava el gancho.

MATARIFE.- Persona diestra en matar a la cochina.

MONDONGO.- Caldo obtenido en la cocción de las morcillas.

OREAR.- Secar y curar la carne de la cochina al aire y al humo de la chimenea.

PICADILLO.- Carne picada y adobada, preparada para hacer embutidos.

POZA.- Lavadero pequeño donde se limpiaban las tripas de la cochina.

RASPAR.- Quitar las cerdas o pelos de la cochina una vez chamuscada.

ROMANA.- Instrumento o balanza para pesar a la cochina.

SABADEÑO.- Chorizo de segunda o más basto, intermedio entre el chorizo y el botagueño.

TÁMBARA.- Las ramas que quedan en la leña de encina, después de escamondarlas (limpiarlas).

TENADA.- Lugar o casa donde se guardan los animales.

TRÉVEDE.- Mesa metálica compuesta por un aro y tres o cuatro patas para poner la caldera a la lumbre.

TRIQUINA.- Gusano que puede vivir en los músculos del cerdo.

ZAMBOMBA.- Vejiga de la cochina que hinchada con una paja, servía de balón para jugar los chavales.

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LA MATANZA

Por Ana Arroyo González

Ya empezó el invierno, las calles y la plaza están silenciosamente vacías. Sólo un reguero de nieve sin deshelar y las goteras de los canalones chapoteando el musgo o rumiando la calleja son los últimos trasnochados.

La gente se recoge al calor de la gloria tras unas manos al tute o a la brisca -aunque la mayoría de los viejillos decida cambiar lo gloria por un cafecito en la taberna-.

También es el mejor tiempo de la matanza. ¡Si hombre, si! ahora, con el frío… Mi abuelo dice que con el hielo es como mejor se conserva la carne y como más se agradece el caldo mondongo al llegar a casa y la copilla de orujo por las mañanas.

Por eso no es nada raro ver algunos que otros sufridos cerdos por las calles, arrastrando un montón de gruñidos y dos jamones serranos delante de una vara.

  • – «Cache! ¡anda ligero!»-
  • – «¿De matanzas ya?»-.
  • – «Si, vamos a ver si empezamos»-.
  • – «Pues yo no se que haré este año, total para dos que somos, igual merece más la pena comprar la carne de los chorizos y hacer unas pocas morcillas ¡pa matar el rancho!»-.
  • – «¡Claro! pero es que en mi casa, con eso de que vienen los hijos… ¡pues hay que hacer pa todos!»-.
  • – ¡Desde luego que si! que no sólo en Navidad nos amontonamos toda la prole en casa, en la de todos, en la de los abuelos.

La matanza suele durar, tres, cuatro, cinco días en los que las viejas casonas vuelven a la vida entre idas, venidas, artesas y chorizos a orear reposada y lentamente en la cocina.

El primer día amanece con palabras pronunciadas en forma de nube y los brotes de hierba entre cristales.

El cerdo es atado a una mesa, y mientras lo sujetan, el más experto en años y matanzas, se asegura a una pierna el extremo de un gancho en forma de ocho, para hundir avariciosamente el otro en la garganta del animal.

Para unos es un espectáculo no más violento que la propia vida, para otros es cruel y hasta macabro, los demás son ya un popurri de opiniones. Los gruñidos restallan en las callejas empujados por el viento del norte, hasta terminar todo desangrándose en un caldero…

… Y como holocausto final, el silencio se crea con miradas absortas en las llamas y se rompe en chisporreteos que ponen fin a cualquier resquicio de vida, -y aquí no son pocas las anécdotas que se cuentan sobre el asunto-, -«Que si yo vi que se levantaba, que si…»

Mas tarde se abre y limpia el animal para dejarlo colgado en una escalera (extraño trofeo: mitad sarcástico, mitad tenebroso) esperando que a la vez que reposa la carne, lo haga una cierta sensación sin nombre. El día próximo es un día de ajetreo para todos.

¡Hay que arrimar el hombro! y es lo mismo que sean chicos que  grandes. Hoy se debe trocear la carne, picar la manteca y ponerlo todo en adobo. La casa huele a pimentón, a carne fresca (pastosa y limpiamente) pero sobre todo a orégano… La casa huele a monte.

Al tercer día… el picadillo se pone frito para probarlo:

  • – «Pues un poco soso» -.
  • – «Para mi que pica un poco» -.
  • – «Pues hija, ¡está… ! -.

¡En fin! una vez aprobado por los degustadores se pasa a convertirlo en chorizo. Sigue oliendo un poquito a monte casi cierto y un mucho a carne casi latente.

La cocina de orear se despereza entre lomos, jamones, chorizos y niebla hecha con leños y támbaras consumidos sosegadamente.

¡Y el amanecer del día siguiente!, todo son ojos llorosos y pañuelos del bolso a una lágrima a punto de caer, como en las despedidas, pero con la diferencia de que hoy ha sido la cebolla.

Por la tarde se hacen las morcillas, -con un montón de ingredientes que mejor no pensarlo muy lentamente-. Ahora si, cada zona tiene una receta típica: de arroz, de miga de pan, harina, y hasta alguna coquetona de avellana.

El sol se está fundiendo para derramarse gota a gota entre las nubes y las colinas comidas por los siglos.

Otro atardecer más plebeyo -aunque no por eso con menos encanto- son las latentes ascuas que se cayeron de la hoguera mientras aguardaba la olla de cobre, que como la luna con sus caras, también está hecha de noche y tizones por fuera… de sol reflejado y cobre por dentro.

… Y despacio, muy despacio se van haciendo las morcilla: mi abuela las da la vuelta con la espumadera -con cuidadísimo que no se rompan-. Y de cuando en cuando, las pincha con un tapón de corcho en el que hay clavados alfileres, muchos alfileres -según dice ella, es porque al hervir se hinchan, y hay que pincharlas para que no estallen y se desparrame el arroz por entre el caldo mondongo.

Pero ¡qué buenas después!. Yo las he probado recién sacadas y humeantes, mientras todos junto al fogón damos el visto bueno, sin palabras y con la boca llena, y fritas, en el cocido, crudas… y hasta he oido que antes las metían en aceite como los chorizos, cuando se iba a cosechar esas tierras, que no sé como, pero siempre estaban lejos.

Y poquito a poco otra tradición que se va durmiendo, empujada por la comodidad, por el tiempo es oro y por los chorizos en serie de una fábrica funcional -que consume Dios sabe qué- y civilizada, si señor mío, civilizada….

REVISTA MECERREYES, nº 9 – Año II – 1986. Páginas 2 a 10.

Ilustraciones: Luis Carlos Díez, Jose-Lorenzo González y Marcos González.